- Manolo, te tengo una mala noticia, acaba de fallecer tu abuelita Nuria.
- ¡No es posible! ¿De que murió?
- Nada más no se despertó, murió en su cama, durante la noche.
- Bueno, a sus 86 años, ya había vivido, ya era su hora.
Un diálogo así seguramente ya lo escuchaste, y tal vez hasta lo pronunciaste.
Pero ¿cómo llegamos a considerar que “ya es tiempo de morir” – para nosotros mismos o para los demás? ¿cómo llegamos a considerar que lo normal es que ya abandonamos las ganas de vivir para resignarnos a morir? Cuando naturalmente el instinto de vida lleva a cualquier ser vivo a prolongar su vida lo más que pueda. ¿En que sociedad vivimos para que consideremos como normal que llegue un momento en que las ganas de vivir abandonen al ser humano?
Quiero, a través de este pequeño ensayo, invitar al lector a ver la muerte de una manera distinta. Y si la muerte, lejos de ser esta terrible y temerosa alegoría que nos recuerda nuestra finitud, fuera en realidad nuestra bendición, nuestro motivo de realizarnos como seres completos, sociales, intelectuales, emocionales y espirituales. Si bien la mayoría de nosotros tememos a la muerte, ¿qué sería realmente una vida sin esta finitud, o sin esta consciencia de nuestra finitud?
Me atrevo a decir que la consciencia de la muerte nos permitió pasar del estado animal, puramente instintivo, al estado humano, con una necesidad importante de sustentar nuestra existencia de un sentido significativo para nosotros mismos y para los demás.
La muerte da miedo no porque nos recuerda nuestra finitud, sino porque pone en relieve el vacío existencial de quién no puede sustentar su existencia de un sentido antes de esta misma finitud. Y la vejez me parece ser la prueba de fuego de esta búsqueda de sentido. Con todas las pérdidas que conlleva la vejez, uno ya no se puede ocultar tras las ilusiones de la juventud, del rol social, de la actividad física, de la frenesí del trabajo, de las tareas domésticas o de las necesidades de cumplir con su rol de esposo/a, padre/madre. La vejez va despojando poco a poco el ser humano de lo superficial para enfocarlo en lo esencial, siempre y cuando haya podido recorrer un camino de autoconocimiento y de crecimiento espiritual. Y cuando las vanidades de la juventud se desvanecen, uno se queda a solas con lo que ha construido en su vida interior como ser humano bio psicosocial y espiritual. Si durante toda su vida sólo construyó castillos de arena, basta una sola ola de la vejez para que el castillo de desplome y que el ser humano se encuentre frente a la desolación de su vida. Si al contrario uno supo, con todo el coraje y la responsabilidad que esto implica, sacar lecciones poderosas de todas sus experiencias de vida, la vejez viene regalarle como cereza en el pastel la quinta esencia de sus aprendizajes para vivir una vida aún más profunda, densa, poderosa, fuerte, aunque a veces también muy dolorosa.
Este trabajo me parece esencial para el buen vivir y el buen morir y, en mi opinión, para quién realmente tiene el coraje de hacer este trabajo, nunca es hora de morir, pero si la hora llega, el haber tenido una vida plena genera que la muerte sea acogida con cariño y respeto.